Según datos de Fiscalía a la fecha asciende a 86 el número de Femicidios registrados en el Ecuador, un promedio de 3.3 mujeres muriendo por semana en manos de sus esposos, ex parejas y novios. Los titulares de prensa resaltan mujeres mutiladas, degolladas, quemadas, casos en donde la boleta de auxilio acompaña a sus cuerpos, sus hijos fueron secuestrados por su progenitor y sus familias lloran desconsoladas.
¿Por qué?
Es difícil explicarle las razones a una sociedad como la nuestra, en donde el criterio primordial de las familias es decidir sobre la vida de las mujeres. Las decisiones aún las toman los padres bajo arquetipos impuestos, pues las mujeres a cualquier edad salimos del tutelaje del hogar para ser tuteladas por el marido, ese es el sentido de la clásica frase “sales de casa, casada y de blanco”. Hacer el ejercicio autónomo de vivir solas ha sido y es un verdadero acto heroico, pues corremos el riesgo de ser señaladas como libertinas, machorras, malas mujeres, malas madres, putas, entre otros.
Hemos sido educadas bajo la premisa de que lo fundamental es nuestro papel reproductivo, que se nos permite estudiar y trabajar, pero a la hora de ser madres todo lo que soñamos, nuestras metas profesionales y personales tienen límite. Quien se queda en casa y debe abstenerse de avanzar somos nosotras, por ello dejamos la escuela, universidad, el trabajo y nos vemos obligadas a volver a casa, a depender de ellos económica y afectivamente, para quienes el patriarcado no nos permite ni cuestionar su rol y menos hablar de su violencia, pues al hacerlo somos las locas, hormonales, histéricas o “mal culeadas” como lo dijo un funcionario público.
Estamos condenadas a sufrir la tortura de ser una “madrecita santa”, como bien lo adjetiva Marta Lamas estamos condenadas a ser abnegadas, sufridas, atormentadas, golpeadas y golpeadoras, ambivalentes, culposas, inseguras, competitivas o deprimidas. Porque es lo que hemos visto, es lo que llevamos como herencia de bisabuelas, abuelas y madres. La madrecita santa sin embargo es considerada buena, digna de ponerla en un altar.
Nos educan a través de cuentos, películas, comerciales en donde lo fundamental es el cuerpo, y tenemos niñas fajándose a los 15 años, haciendo dietas, sufriendo de bulimia y anorexia para cumplir con el deseo social de agradar a todos, menos a si mismas. Nos educan también con la fe, todo lo que está a nuestro alrededor incide en la concepción de que amar no es liberación, sino imposición y compromiso con los demás, nos enseñan a agradarles y a satisfacer sus necesidades y no las nuestras. Cuando nos miramos al espejo entonces somos un producto para venderse bien, para casarse bien, somos la mujer para mostrar y no para ser. Así empieza la búsqueda marido para vivir felices por siempre; y quienes no lo hicimos a los 20 somos señaladas como solteronas o lesbianas.
Agradarles y complacerlos es una forma de sometimiento y violencia silenciosa enraizada en nuestra cabeza a temprana edad con el cuento de cenicientas y príncipes azules. Cuando el amor verdadero es todo lo contrario, es liberación y no sumisión.
Por agradar y sostener un matrimonio, por retener al padre de los hijos entonces soportamos que sea infiel, que se acueste con muchos mientras su “esposa” debe estar en casa, lo que es grave para su salud sexual y reproductiva pues adquieren enfermedades venéreas y hasta el SIDA transmitidas por su esposo.
Y aún en nuestros tiempos ser una mujer buena es callar la violencia simbólica en donde somos tratadas como un mueble más, como un elemento decorativo, y aunque no lo creamos muchos en nuestra sociedad piensan así. Diferencian a la mujer buena y mala. La suya, la que les pertenece debe estar en un cristal, que nada se le pose, que el escote no sea pronunciado, que el maquillaje sea sencillo, que el rojo en los labios es inadecuado, que las amigas no son buenas y el comentario en la cena familiar estuvo demás, que las violaciones y agresiones solo les pasa a las indecentes. Y cuando esto sucede estamos ya en el circulo de violencia, en donde solo te puede violar tu marido o novio, quien controla tu vestido, tus amistades, te dice como comportarte, te cierra redes sociales, te quiere solo para él; y te envuelve en eso que el amor romántico manda: los celos, el insulto, los golpes y la muerte.
Hace algunos años Víctor Heredia, cantante argentino, compuso Alelí canción que relata la historia de un prisionero que todas las noches encerrado en su celda, bailaba solo y en las horas de oscuridad lo visitaba su amor, aquella mujer a quién en un arrebato de celos y furia había asesinado, era la culpa por haberla matado que lo volvía loco.
La misma mujer que identifico en María Iribarne asesinada por Juan Pablo Castel en la obra de Sábato, quien afirma: …María era mía!. La misma mujer que escucho en mi despacho a diario, con una denuncia de violencia que no se mueve, la misma a la que le instalaron el rastreo satelital para saber su ubicación, la misma a la que el amor la mandó al hospital pero adujo una caída, la misma que amenazan con quitarle a sus hijos, la que aceptó condiciones de divorcio con tal de salir del problema. Esa mujer que no merece ser golpeada y que sin embargo familia y amigos le aconsejan callar para no levantar la ira del agresor y evitar escándalos.
La violencia de género no es asunto de buenas o malas, no es un asunto de pobres o ricas. Hoy tenemos cifras porque tipificamos el femicidio, lucha de todas y no trofeo de nadie; la Justicia tiene el deber de sancionar, encarcelar agresores y femicidas, el Estado debe generar cifras y en todos los niveles elaborar políticas, acciones, campañas contra la violencia machista porque nos siguen matando en la calle y en la casa, salir es un ejercicio de fuerza y valentía único en donde hay que darle esperanza a las víctimas que son madres e hijos.
Parar la violencia es también enseñar a nuestras hijas a amarse y aceptarse como son sin complacer a nadie, nosotras mismas amarnos y querernos pero sobre todo entender que quien te pega no te ama, quien te cela no te ama sino que está enfermo y nunca culparse.
Si eres agredida física, psicológica y sexualmente, denuncia y busca ayuda, siempre hay salida.
Jessica Jaramillo Yaguachi